25 de abril de 2012

Hamelín

I

Aquella noche eran cientos. Palomas por todas partes asomando de los pequeños barrios marginales, que ellas mismas habían formado en los aleros y los balcones de las casas. No había quién pudiera con ellas. Esa noche, eran cientos. Una locura.

 El flautista se sentó en lo alto de la escalinata y con un gesto hermosísimo, sopló una música extraña, aguda, circular, si cabe. Las palomas giraron sus cuellos con un movimiento idéntico al de la melodía y fijaron sus minúsculos ojos, oscuros ojos, en el flautista. Hipnotizadas. El de la flauta se levantó despacio y sin dejar de tocar, bajó los escalones al ritmo de notas imposibles. Cruzaron la plaza, él y las torcazas, dejando literalmente de piedra a la fachada del convento que estaba detrás. Todo tan oscuro. No había luna. Todo tan quedo. Ni un solo ruido de ciudad.

 Eran cientos de palomas planeando en ese cielo huérfano de luz, bailando de a dos, de a tres, flotando en ese aire que aún no se había recuperado del smog de la mañana. Los perdí de vista. La oscuridad se los había tragado. Literalmente. Y el amanecer devoró después a la oscuridad. De un bocado.

 Algunos no habían terminado de restregarse los ojos, cuando se acercaron a mirar por las ventanas. Un día más, pensaron dóciles, como otro cualquiera. Otros ni siquiera se habían levantado de las camas por miedo al nuevo día. El miedo es tan simple como eso. Los de las ventanas, con los ojos ya bien restregados, notaron que algo faltaba. Los de las camas echaron de menos aquel arrullo de todas las mañanas. Buscaron los unos. Aguzaron los otros. Ni una sola paloma. Ni un solo canturreo. Ni en los tejados, ni en los balcones, ni en las cornisas, ni en los aleros, ni en el aire, ni en los ojos refregados, ni en los oídos recién despiertos.

Esa primera impresión, que no duró más que un puñado de segundos, fue empujada brutalmente por una segunda, cuando los de las ventanas se atrevieron a espiar por debajo de sus narices y comprobaron que las palomas, las malditas palomas que hasta ayer tanto fastidiaban, estaban desperdigadas por toda la superficie de la plaza. Quietas, describirían algunos a un periódico local. Muertas, precisarían otros. Decenas, anunciaría por la tarde el alcalde. Ciento treinta, era la cifra precisa que saltaba de boca en boca y se mezclaba en el espeso rumor que, en pocas horas, había amasado la gente. Alegría, dirían algunos. Horror, corregirían otros.

 Lo cierto es que aquella mañana eran cientos. Cadáveres por todas partes, ocupando cada uno un adoquín a manera de sepulcro. Todos tan oscuros. Más que el día anterior. Presagio de luto en las plumas. Todos tan quedos.

La normalidad volvió como todos los días, el ruido de la ciudad desayunó su ración acostumbrada de silencio nocturno; el smog engulló al aire convaleciente de la madrugada, y las palomas, a pesar del trajín, permanecieron quietas, esparcidas casi en orden por toda la plaza, obedientes a esa discreción que tanto habían reclamado los vecinos y que por fin, según mi testimonio, que nadie ha creído y por el que he sido tomado por un loco, lo había conseguido un flautista y su flauta.

Esto no es Hamelín, idiota, me había dicho un policía con un tono que vacilaba entre el asco y las ganas de largarse a almorzar de una condenada vez. Evité responder y pensé que sí, que aquello no era Hamelín, pero que bien podía serlo.

(Continuará)

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