Érase una vez
Érase una vez. Once
upon a time. Así empezaban las historias que tanto te gustaban. Recuerdas con
verdadera nostalgia a Alicia y al conejo; a Tom y a Huckelberry, a la doble eme de los hermanos Grimm. A aquel libro
grueso que se había roto en el borde de la solapa y del que de vez en cuando se
escapaban princesas cenicientas o durmientes, casas de chocolate con brujas
incluidas o migajas de pan que un par de hermanitos habían desperdigado por el
bosque. Qué desazón sentías cuando Hansel y su hermana no podían encontrar el
camino de vuelta a casa. Recuerdas el huso
y la rueca del hada maléfica o los que tú imaginabas, tan distintos a los husos
y a las ruecas de verdad, porque nunca llegaste a verlos ni a saber cómo
funcionaban. En tu memoria hay también un buen puñado de madrastras malvadas, eso sí, ni
un solo padrastro malvado; y un espejo que podía decirte con toda sinceridad y a
riesgo de ser destruido en pedazos, quién era la más bella del reino. Y enanos, enanos por todas partes, siete por
allí, otros del tamaño de un pulgar o de un garbanzo por allá; gigantes había
menos, los que recuerdas solían ser buenos o quizá eso era lo que tú querías
que fueran.
Aún puedes reproducir en tu cabeza la voz avergonzada y algo
femenina del emperador cuando se daba cuenta de que estaba desnudo ante
tantísima gente. Qué pudor sentías al ver ese trasero y también, menudo el escalofrío
que te entraba al imaginar que al fantasma de Canterville le habría apetecido hacerte una visita en tu casa. ¡Cuánto miedo a
los espíritus! Sobre todo, a esos tres que visitaban a los viejos tacaños en
Nochebuena. Todavía les temes, aunque quizá ahora más a los viejos tacaños que
a los fantasmas.
Qué repulsión sentías cuando el leñador habría la barriga
del lobo para rescatar a Caperucita y a
su abuela. Saldrían hechas una verdadera pena. ¿Y el patito feo? No te parecía
tan feo y odiabas al resto de patitos por burlarse de él. Cuánta ilusión te hacían las hadas, habrías dado lo que fuera por encontrar una fuente de la
buena suerte. Zorros, tortugas y conejos, toda clase de osos; y ratones, a esos
sí que les gustaba protagonizar historias. Ratones de ciudad, ratones de campo,
ratas que presumían todo el día o a las que les iba bien invadir ciudades y
perseguir flautistas. Algo parecido ocurría con los gatos. Con botas, sin
botas, con sonrisas eternas, embrujados, en los tejados o con títulos
nobiliarios. Los cerditos también solían llevarse los mejores papeles. Siempre
escapando de algún depredador. Tan suculentos ellos. Y los lobos, tan
desprestigiados por perseguir a quienes
no debían y después claro, les ocurría lo que les ocurría. Tú solías ponerte de
parte del lobo porque para ti se trataba siempre del mismo, que aparecía en
todos los cuentos. El pobre había soportado al menos dos cirugías sin
anestesia, golpes y quemaduras muy graves. La culpa la tenían los otros,
cerdos, cabritos o niñas con caperuzas rojas por ingenuos.
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