2 de octubre de 2011

Ellos y la luna


No eran ni las seis y la luna ya estaba allí, como una diana en medio de ese descomunal pañuelo azul con el cada día nos cubrimos las cabezas. Ella los espiaba desde la ventana. A aquella luna temprana y a aquel cielo.

Junto a la taza de té, había dejado el ejemplar de Frías flores de marzo, de Kadaré, abierto en las primeras páginas y volteado hacia abajo. Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá rojo y de piel, que desentonaba por ser demasiado elegante y por estar excesivamente impecable, si lo comparabas con el resto del mobiliario del bar.

Todo aquello tenía que ser una locura, pensó. Echó otro vistazo al horizonte que reposaba como si nada ocurriera ahí afuera e imaginó divertida cómo serían las prisas de los dioses en las horas del alba.

- ¿Venga! ¡Que la noche se termina! ¡Date prisa y apaga esa estrella! ¡Vamos, que no hay tiempo! ¿Dónde diablos está el mantel? ¡El azul, idiota, no el negro!
- Cuidado con la intensidad de la luz, que ayer se nos fue la mano con aquel rayo… Que sí, así va bien, despacio, intenta que la claridad lo llene todo, pero poco a poco.
- ¿Y la luna? ¡Te olvidaste de la luna!
- Déjala ya, que es tarde, déjala, que ya se nos ocurrirá como disimularla.
- Que no fue mi culpa, yo andaba liado con la Tierra… Ya sabes que como dé un giro de más, todo se va al carajo.
- Está bien, que la dejes ya, no la borres, te lo pido por favor. No quiero más chapuzas.
- Tengo una idea: cúbrela con una nube… ¿Dónde habéis dejado el saco con las nubes? ¡Sois un verdadero desastre!
- Echadle encima un poco de niebla. A eso de la seis la dispersamos con una ráfaga de viento y en un pispás haremos como si nunca se nos hubiera –se te hubiera- olvidado de borrarla.

Un trabajo de locos, volvió a decirse a sí misma. Todos los días, todas las noches. Sin que la mayoría de los pequeños humanos pudiera percibir los errores de montaje ni una sola vez, en millones de años.

El té ya no humeaba. Esa era una de la clase de cosas que desde hace unos meses habían dejado de importarle. El tiempo se le iba entre ensueños e historias descabelladas como ésta que acababa de imaginar. No es que hubiese perdido la razón ni mucho menos, pero sí que había perdido un cierto contacto con la realidad, a fuerza de su propia voluntad. Se sentía cansada de su idílica vida y la única manera en que lograba recuperarse del hastío, era rodando en su mente sus propios guiones.

- Se te ha enfriado el té -dijo de pronto la voz de alguien que se había acercado más de lo socialmente aceptado en un primer encuentro entre desconocidos.

Ella se sobresaltó y sintió que, como solía pasarle a menudo, el rubor le incendiaba la cara. Él permaneció allí, inmóvil, con una sonrisa preciosa y sosegada –que era preciosa, lo pensó sólo horas después, cuando estaba de vuelta en casa-.

Eran ella y él. Dos pronombres. Eran también un sofá rojo y una luna blanca. Dos sustantivos haciendo de escenario para esta improvisada escena.

- ¡Cuántas estrellas! -volvió a hablar el muchacho, sin obtener respuesta-. Apoyó la cabeza de la misma forma en que ella la tenía colocada hace un minuto y examinó el techo, como si en él existiera algo más que esa blancura ambarina y obligada en los establecimientos en los que todavía se permitía fumar.
- Si te fijas en aquella, –continuó, señalando con el dedo- te costará pensar que no es una estrella, sino su cadáver. En realidad ni eso. Es el reflejo de su cadáver. Es lo que llaman una supernova. Suponen que su muerte debe haber sido como un gran y veloz colapso y que después se esparciría como una burbuja por el universo. Son sus restos lo que vemos.

Ella conocía bien lo que el joven intentaba explicarle como una excusa para ligársela, sin embargo hizo un gesto levantando los hombros y las cejas, como si no tuviera idea. Comenzaba a divertirse. Y a relajarse. No podía explicarse cómo el pensamiento de ambos había coincidido en un tema tan vasto como el del universo.

Imaginar con un extraño que el techo de aquel sitio estaba plagado de astros extintos le pareció lo más estúpido que había hecho en años. Una estúpida maravilla.

2

Me sudan las plantas de los pies. Riego con mi humedad la sequía del desierto. Mi desierto amarillo y fino. Amarillo. Como la luna que vimos a cuatro ojos la otra noche. Amarilla. Después se ocultó detrás del collado. Y las manos me sudaban, como ahora mis pies imaginarios. Pero esa noche, o tarde noche, eran mis manos las que transpiraban. Al volante. Y tú, a mi lado, con un nudo en la garganta. Fue maravilloso saber que se te hacía un nudo en la garganta. No sé precisar por qué, pero la verdad es que fue como una revelación: apenas nos conocemos, pero por algún misterioso mandato, nos parecemos más de lo que aparentamos. O dicho de otra forma, tú y yo estamos en las dos orillas de un gran abismo. Yo aquí y tú allí. Es enorme. Insondable. Nos miramos a lo lejos. No podemos cruzar el precipicio porque no existe ni un maldito puente; sólo hay un hilo que nadie ve, que sólo nosotros vemos. El hilo que se hace un nudo en tu garganta. El hilo, que de tanto apretarlo yo entre mis manos, hace que suden mis palmas.

En la mesa no hay más que un cenicero, una taza con su platillo y un libro de Ismail Kadaré, abierto en la página 67. El té se ha quedado frío, otra vez.

3

Caminaban tan juntos que a cada paso, él rozaba su antebrazo con el de ella. Era un movimiento casual y estudiado al mismo tiempo. Casual por parte de ella y estudiado por la de él. Dieron un paseo por el malecón, en la misma dirección en la que avanzaba el río, pero no tenían esa prisa que suelen tener los ríos por desembocar en un mar incierto. Se dejaban llevar por el ruido interminable del agua arrastrándose sobre el fondo rocoso.

- ¿Sabías que el impulso eléctrico que envían nuestras neuronas recorre el cuerpo a una velocidad de cuatrocientos kilómetros por hora?- él intercalaba en la conversación teorías sobre el universo que había aprendido en la facultad, sobre la evolución del cerebro humano y, de vez en cuando, bromeaba o soltaba una grosería, que a ella le hacía desternillarse de la risa.

Apenas hablaron sobre temas personales. Lo dieron todo por supuesto. Quizá hacerlo de este modo fuera un error, o tal vez, mero instinto de supervivencia. Si no preguntas cosas que no quieres saber, es muy probable que no salgas lastimado.

Él, cada cierto tiempo, echaba un vistazo al anillo de oro que ella llevaba en la mano izquierda. Ella intentaba adivinar su edad. ¿Veintidós? ¿Veintitrés? ¿Acaso no era evidente que debía llevarle unos diez años por lo menos?

El joven pensó también en la edad. Le resultaba increíble que aquella mujer espléndida no le hubiese echado de su mesa en el bar, peor aún que se sonrojara como una chiquilla cada vez que él le decía un piropo, cuando el chiquillo era él.

Al cabo de una hora o dos, quién sabía en realidad cómo transcurría el tiempo en esta clase de historias, se detuvieron en mitad de un puente que enlazaba ambas orillas. Desde la luna se proyectaba una luz amarilla, más intensa de lo normal. A ella se le antojó pensar que allí arriba estaban disfrutando con aquel encuentro y que por esa razón habían aumentado el voltaje de la gran farola redonda, la señora luna, para no perder detalle de ellos. “Los muy cotillas”, pensó entretenida.
Es curioso como con el paso de las horas, dos pronombres –él y ella- pueden fundirse en uno sólo –ellos-.

- Es raro todo esto.
- ¿Raro? ¿Raro que estés así conmigo? No lo sé… Creo que es como tenía que pasar. Además, no soy un chico tan feo…
- Hace años que no hago esto –respondió ella, dándole una suave colleja por no tomarla en serio.
- Para ti es algo normal. A tu edad, estas cosas son naturales. Para mí –continuó ahogando una risa pícara- esto sería casi como una aventura extramarital.

Tenía que abrazarla. Al día siguiente él estaría a cientos de kilómetros de todo aquello. A lo largo del puente, había bancos rectangulares, cada uno alumbrado con su propio fanal. Se sentaron y permanecieron varios minutos en silencio. Un silencio placentero que, en la mayoría de las relaciones, suele conseguirse tras años de confianza.

Ella inclinó la cabeza hacia el cuerpo de él, y la apoyó en el espacio –cálido espacio- que ocupa la clavícula. Él cruzó la mano derecha para poder acariciarle la melena.

Paz. Río que revienta enfurecido por no poder detenerse a contemplar aquella escena. Luna cebada por la luz, flotando en el mar sombrío, haciendo cabriolas para no caer y arruinarles a ellos –fusión de dos pronombres-, su única noche.

- Voy a perder el autobús.
- Pues te acerco en el coche hasta el siguiente pueblo. Llegaremos antes que el autobús. No te preocupes, mañana estarás de vuelta en la universidad.
- No me preocupo. Estoy contigo. ¿Qué podría preocuparme?

4

Ese beso. Aquel beso. Un roce de labios. Dos rostros que se acercan hacia adelante, para acertar en otros labios ayer desconocidos. Movimiento horizontal de ambas cabezas. Choque frontal. Imperceptible movimiento de los músculos de la boca. Simetría acompasada. Separación de los labios sincronizada. Definitiva.

5

Una luna amarilla nos espiaba detrás de la montaña. No nos pilló el semáforo. Si nos hubiéramos detenido, quizá no se habría escapado. Nos habría mirado, nos habría entendido. La luna no tiene índices que acusan, ni ojos que juzgan. Está allí, suspendida de un cielo azul, casi negro, colgada de yo que sé que hilo, mirando sin ojos, asomada detrás de la montaña, con una bufanda de plata, efervescente, una gasita de nube cubriéndole el cuello que no tiene. Sin ojos y sin cuello. Mirándonos. Amarilla. Deseando bajar para estar a tu lado. Deseando ser yo y desatarte el nudo de la garganta.

Me miras. Y no sé que piensas. Tengo la impresión de que camino sobre una cuerda, una cuerda no, un hilo, el hilo que se tensa en nuestro abismo, el que sólo tú y yo vemos. Quizá sea el mismo hilo que mantiene a la luna suspendida en el cielo. El hilo de lo imposible. De lo ridículo. De lo que jamás puede ni debe ocurrir. El hilo que te aprieta la garganta y te deja sin palabras. Sé que te necesito, pero al mismo tiempo, no sé si lo que necesito es una escapatoria.

En la mesa, un cenicero lleno, un ejemplar de Frías flores de marzo y una taza de té caliente. En el cielo, una luna menguada, como un rasguño de algún dios que pondría poco cuidado en el montaje celestial de aquella tarde-noche. Sobre el sofá rojo, una mujer escudriñando con la mirada el firmamento encuadrado al otro lado de la ventana y el techo del bar, con su sempiterna tonalidad ocre. Ninguna estrella. Ni una sola en el techo, ni una sola en el cielo.

8 comentarios:

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Por Dios Pau, soy afortunado por poder leer esto. A sorbitos lo hice, paladeando palabras, interrumpiendo la lectura cada cuando para, precisamente un té, regresando a ella para saber de esa luna suspendida, del río que siente envidia, de los pronombres que se unifican, del cielo vacío de estrellas.

Un afortunado, no se hable más. Me transmites ganas de escribir. Contagias letras.

Afortunados todos en tu regreso.

Muchas gracias por esta joya.

Pau dijo...

Afortunada me siento yo por tu visita a mi blog. Gracias por tus palabras que me alientan a seguir escribiendo. Lo tenía todo -no sólo el blog- tan abandonado...

Un abrazo muy grande.

Pau dijo...

Por cierto, Goathemala, que he corregido un par de fallos que ayer se me pasaron al publicar el cuento. Perdona si se te dificultó la lectura por culpa de esos fallos.

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Mejor, lo leeré otra vez, pero será en la noche cuando tengo más calma. Quiero centrarme en lo que escribía la chica.

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Lo disfruto todavía más en la segunda lectura. No creo que sea tanto por los cambios como por la musicalidad inherente que descubro en el texto y, también, el cariño exagerado que me suscita esa mujer soñadora y única.

Ya he visto que no desperdiciaste el tiempo, preciosos tus hijos. Pues bien, ni se te ocurra dejar de escribir a partir de ahora :-).

Un abrazo.

Maria Paula Villanueva dijo...

Gracias a Goathemala he llegado a este sitio. Ando siguiendo sus pasos de buen lector y me encuentro con esto. Celebro la armonía, la cadencia, la poesía del texto.
De la historia qué digo? Que ver el reflejo de lo inexistente(como la supernova)es algo parecido a los deseos.
Como ya te han dicho, espero que sigas escribiendo para poder disfrutarlo!

Pau dijo...

Goathemala, ¿cómo dejar de escribir con todas las cosas bonitas que me dices? Mil
gracias, de nuevo :)

Pau dijo...

Hola, María Paula, bienvenida a mi blog. Muchísimas gracias por tus apreciaciones, son toda una motivación, sobre todo ahora, que he decidido retomar la escritura después de un largo tiempo sin escribir ni una línea.

Un fuerte abrazo y espero verte más a menudo por aquí.

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