20 de febrero de 2007

Laberinto II

(...viene de Laberinto I)

Ha perdido el sentido de orientación. En esa ciudad-bosquejo donde las fronteras son de papel, no hay direcciones certeras. Miles de caminos se abren indiscriminadamente, como una cabellera larga y lisa o un carrete de hilo que se enreda hasta un final incierto. Las lágrimas aparecen en sus ojos y mojada en ellas, la desesperación.

Un niño cruza, de repente, por la acera contraria. La mujer corre hasta él para pedirle ayuda. Logra asirlo del brazo, que también es un esbozo de lápiz. Lo aprieta, pero la extremidad infantil se disuelve y le deja una mancha de grafito en los dedos. Le llena de pavor pensar que con sólo rozarlo, podría deshacer por completo a ese muchacho.

Al chiquillo no le impresiona la presencia de Paula ni el hecho de que le ha desaparecido una parte del cuerpo y prosigue su camino. Es un niño de nadie en un país donde todo es nada. Paula insiste. No puede dejar escapar al único ser humano que parece existir en ese lugar tan descabellado. “¡Háblame!”, le ruega y añade entre sollozos: “¡Dime dónde estoy!”. El pequeño no responde. No puede hacerlo porque no tiene boca. Tampoco tiene nariz ni ojos. Lleva algo en la mano: un manojo de lagartijas que se sacuden con rebeldía, tratando de salir del puño que les aprisiona.

Decenas de recuerdos invaden en estampida la cabeza de Paula: una casa, un jardín, unos niños sin semblante, unas lagartijas en las manos de esos niños, unas risas. Las lágrimas humedecen de nuevo sus mejillas y de cada gota vertida, emerge la imagen de su hermano,
la casa de la infancia,
las tardes en el patio
cazando lagartijas.

El niño ha desaparecido. Un hombre también sin faz ha surgido de pronto. Como todo lo demás, va hacia algún sitio y, cuando Paula percibe su presencia, gira en la esquina, en dirección derecha. “¡Papá!”, grita ella, sin saber lo que dice. El hombre no voltea y sigue andando. Paula es incapaz de alcanzarle. Corre, pero cuando más apura el paso, más se aleja de él. Entiende entonces que si reduce la velocidad, podría atajarlo o, por lo menos, no lo perderá de vista. Derecha, recto, derecha. Recto, derecha, recto. Es la ruta que trazan. Paula se percata de que está rehaciendo el sendero, que esas calles ya las transitó cuando aún no habían perdido la forma real. “Es un laberinto”, susurra entre jadeos.

El individuo cruza una puerta de reja enorme y zigzaguea entre cruces de piedra y pinos. Transita tan rápido que en pocos segundos, se reduce a ser un punto ante la vista de Paula. Un pájaro corta en dos mitades el panorama. Se le caen las alas y las plumas y, en lo que queda del ave, Paula divisa un recuerdo: su madre con ojeras en el rostro, el abrigo negro y el anuncio, amargándole la boca, de que papá se había ido al cielo. Detrás de esta evocación llega otra. La misma Paula, pero con veinte años menos, un trajecito azul y la primera tristeza apretándole el pecho, espera sentada en una silla sin saber qué espera, mientras su padre duerme –“¿no se había marchado al cielo?”- dentro una caja de madera en el centro del salón, rodeado por gente sin cara, llantos, letanías y uno, dos, tres, cuatro candelabros.

Paula se aleja. Del cementerio y de la memoria. No quiere recordar. Ansía salir de la escena de este teatro trazado por algún dramaturgo perverso. Regresa hasta la gran puerta de rejas. “¡Que no se desvanezca hasta que yo haya salido!”

El hierro del portón ha adquirido un tono blancuzco. A diferencia de los demás objetos, éste no ha sido retocado por una pluma. Paula lo palpa. “¡Son huesos!”, exclama e instintivamente se retira y retoma el camino hacia las cruces y los pinos. Desde lejos reconoce que la puerta es ahora una gran caja torácica. Las rejas se han transformado en costillas cerradas en un enorme esternón. El miedo le empuja a correr. No soporta lo que está ocurriendo. Arroyos de sangre le cortan el paso. Un gran corazón resuena desde lejos como un bombo y las calles, que antes lucían como cabellos revueltos, se enredan esta vez en un entramado de venas y nervios.

Humores y toda clase de flujos corporales brotan por doquier. Paula intenta sortearlos corriendo con toda la fuerza que sus piernas le permiten. “Derecha, recto, izquierda”. Piensa que burlando las rutas que le trajeron hasta aquí, podrá liberarse de este absurdo. La nueva senda le conduce hasta una cueva de humedad rojiza. Una serpiente escarlata le acecha cuando se acerca. Paula grita y su voz rebota en las paredes de la caverna hilando un ¡Despierta!

Una luz débil llega desde lejos. Cuanto más se acerca a ella, más intenso es el resplandor. Lo que ve ahora es distinto: la lámpara que le dio la abuela como regalo de bodas, el puzzle de arcángeles que armó su marido y colocó en la pared; el armario modular, el acuario, los peces, la cama, sus manos. Todo en el sitio que le corresponde. Todo y ella misma de vuelta al mundo del tacto y los olores, de la simetría y el orden.

3 comentarios:

Marlu dijo...

No sé que tipo de sugerencias o críticas te harían en el taller, pero desde mi humilde opinión, el relato, formalmente hablando no tiene ningún “pero”.
En cuanto al contenido, me hace pensar mucho el hecho de que hayas elegido ese nombre para la protagonista, aunque creo que el hecho de que te hayas decidido a abrir este rincón de seda, te va a permitir volver a la simetría y al orden, con algo de caos proverbiano, y seguro que alguna arista se vuelve redonda.
Por lo demás, decirte que me anima mucho verte con un blog. Me motiva para tomarme en serio lo de corregir y mejorar.
Un beso.

Pau dijo...

La profesora del taller me había sugerido algunos cambios más bien de escritura. Frases que sonaban mal. También me había sugerido algunos cambios en el inicio del cuento. La versión de "Laberinto" que ves en el blog, ya incluye esos cambios.

Cuando escribí el cuento, pasaba por una época confusa. La Paula del cuento era, en cierto modo, el reflejo de la Pau de ese momento. Hoy las cosas van mejor encaminadas.

Gracias por lo que estás haciendo para motivarme a escribir. Un beso.

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Técnicamente IMPECABLE.

No me ha quitado, esta segunda parte, la idea de una chica en una ciudad extraña, en una tierra nueva, con unos recuerdos que laberínticamente le vienen a acongojar. Hay desarraigo, incluso un pesimismo que acaba siendo reconducido al final con un despertar de metódico orden.

Lo que más me ha gustado es la imagen de "Logra asirlo del brazo, que también es un esbozo de lápiz. Lo aprieta, pero la extremidad infantil se disuelve y le deja una mancha de grafito en los dedos." Una maravilla.

¿Para cuando otro Pau?

Todo mi ánimo, saludos a todos.

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