20 de febrero de 2007

Laberinto I



Este cuento lo escribí para un taller en el que estuve inscrita hace unos meses. Por cuestiones de estética del blog, lo voy a separar en dos partes.


Bienvenidos a un sueño llamado Laberinto.





Paula está atrapada. Sus párpados, las únicas puertas por las que puede huir, se han cerrado como telones al final de un espectáculo. Está aquí y allá a la vez: está en el mundo del tacto y los olores, de la simetría y el orden; y, al mismo tiempo, en el mundo formado por los retazos de ese otro mundo. Prisionera entre las rejas de sus propios huesos, maniatada por el subconsciente que le aísla de la realidad y le condena al encierro en el socavón de los sueños.

Tiene que ceder. El cansancio no admite treguas. Poco a poco se aleja de sí misma. De lo que es cuando camina, cuando lee, trabaja o asea la casa. Se distancia de esa mujer de músculos y tendones cubiertos con ropas de colores, para fundirse con la mujer-imagen que le espera cada noche sentada en la meseta del ensueño. Allí se reconoce incorpórea, distinta y, quizá, mucho más ligera.

No sabe a dónde ir. Dos flechas de un rojo clarísimo le señalan una pareja de caminos contrarios. Por un impulso carente de respuestas, se decide al fin por el de la izquierda. Todo lo que ve –semáforos, faros, rascacielos, árboles, vallas, señales de tráfico- se vuelve, entonces, del revés. Y es lógico, piensa, si ha escogido la vía siniestra. Sigue en línea recta. Luego curva a la izquierda. Continúa un tramo recto. Y después otro giro zurdo. Recta, izquierda, recta. Izquierda, recta, izquierda. Cada vez más veloz, cada vez más ágil. Conforme avanza el sendero que va dejando atrás se evapora y de él solo queda el garabato de un lápiz. Las señales de tráfico, las vallas, los rascacielos, los árboles, las farolas, los semáforos transitan también a una velocidad de vértigo. Todos los objetos avanzan en dirección contraria a la mujer que, cuando voltea, se da cuenta de que aquello es tan volátil como los senderos que abandona.

Siente el miedo de los dormidos que es más cruel que el de los despiertos, porque en el sueño solo existe una salida. Sospecha que su carrera sin destino aparente le conduce a algo tan extraño, que hasta los árboles huyen en estampida. Sin embargo, no puede detenerse, pues sabe que los que permanecen quietos se convierten en polichinelas del inconsciente. Observa a su alrededor y comprueba que sin saber cómo ni en qué momento ha ocurrido, el entorno es ahora un dibujo de claroscuros. Paula es lo único en esa ciudad de trazos y borrones que conserva la forma, las tres dimensiones y los colores. Se palpa las manos. Es dura y blanda todavía: ni los huesos ni la carne le han abandonado.

(Continúa...)

1 comentario:

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Muy bien relatado el aturdimiento que todo laberinto conlleva. No sé por qué me vino la idea de que esta chica era una inmigrante en una tierra que desconocía. Voy a por la segunda parte.

Saludos.

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