10 de agosto de 2014

Funeral de un soldado

 http://www.worldpressphoto.org/awards/2014/daily-life/andrea-bruce

  (Fotografía tomada por Andrea Bruce, el 30 de septiembre de 2013, en Latakia, Siria).

 No sabemos –nosotros y las dos mujeres que han acudido al funeral de Abu Layth- quién ha muerto, si el joven o la madre. Lo más probable es que los dos hayan perdido la vida a su manera, uno de cuerpo y otro de espíritu –el uno seguirá viviendo, entonces, en espíritu, y la otra solo en cuerpo-, pues infinitas son las posibilidades de dejar de existir  sin que por ello el organismo deje de funcionar.
 
El muchacho ha perdido el color del rostro y mira sin mirar hacia un punto fijo, tal vez hacia el último fotograma de memoria que le atravesó por la cabeza y que quedó suspendido en la nada –la misma nada que ven sus ojos- un segundo antes o después de que le atravesara la bala por el cráneo. El joven se llama Abu y, por lo que reseña la fotógrafa, tiene 24 años.  

Su cara y la mitad del cuerpo reposan sobre esa cara y ese cuerpo que pertenecen a la madre. ¿Está muerta?, nos preguntamos, sin atrevernos a formular la cuestión en voz alta.  El rubor en sus mejillas arroja señas de que su corazón todavía bombea sangre caliente. El corazón de su hijo, de su amadísimo Abu, ha dejado la faena a medias y la última oleada de líquido vital no ha conseguido llegar al rostro. La autoridad divina nos facilita las cosas, colando por la rendija un rayo de luz blanquísima que va a dar justamente en la cara –blanquísima- de Abu.  La sutil sugerencia que nos llega desde cielo, reafirma por fin la certeza del deceso. Está muerto. Muerto. ¿No veis que está muerto? 
 
Abu mira sin mirar, y su madre cierra sus ojos para no mirarle. Puede que en los últimos años hubieran reñido demasiado por aquella mujer que era tan distinta a las demás, tan dueña de sí misma, tan provocadora; o por aquella manía de la guerra. ¿Qué niño anhela ir a la guerra? ¿Qué guerra, maldita sea? ¿Qué guerra? La que le arrebataría a su niño, la que le dejaría sin ganas de abrir los ojos, sin ganas de mirar la infamia que está por venir, ni de recordar cuando Abu y Mohamed –puede que así se llamara su hermano, si es que tuviese uno- jugaban al fútbol en esa misma plaza de Latakia, la misma pavorosa plaza en la que una bala le destrozaría el cráneo. Otra madre siria más muerta, con el alma desmembrada en pequeñas partículas que se cuentan a golpes de dolor, muerta de la peor manera en la que uno puede morirse: la que se experimenta en vida. 

Abu yace junto a su madre, su cara sobre la de ella, en un gesto amoroso y protector, como si procurara evitarle el terror del padecimiento. Exánime, despojado del espíritu, parece querer consolarla. Tranquila, ummi, que no me he ido lejos, que estoy aquí contigo, que miro sin mirar, pero eso no quiere decir que no te vea. Su mano, ajena a la voluntad, le sujeta el rostro. Leve caricia post mortem. Abu ya no está. Ha abandonado este mundo, para irse a otro en el que su madre, desde la pérdida del hijo, ya no cree. Le ha dejado su cuerpo, algo más liviano –el alma ya no tiene cabida-, y ese tatuaje en el brazo izquierdo y esa barba bien cuidada, y ese pelo rizo y peinado hacia atrás y esas pestañas largas que heredó de su padre y esos lunares que formaban un triángulo en la cara. Abu se ha ido. Se queda la madre, arrastrando el peso de su cuerpo medio vivo medio muerto, hasta que Alá o la guerra decidan arrebatárselo, y arrastrando de por vida –de por muerte- el peso de las más brutal de las ausencias.

2 comentarios:

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Conmovedor y magistral.

Pau dijo...

Gracias, Pedro. Un abrazo muy fuerte.

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