Funeral de un soldado
El muchacho ha
perdido el color del rostro y mira sin mirar hacia un punto fijo, tal vez hacia
el último fotograma de memoria que le atravesó por la cabeza y que quedó
suspendido en la nada –la misma nada que ven sus ojos- un segundo antes o
después de que le atravesara la bala por el cráneo. El joven se llama Abu y,
por lo que reseña la fotógrafa, tiene 24 años.
Su cara y la mitad del cuerpo reposan sobre esa cara y ese
cuerpo que pertenecen a la madre. ¿Está muerta?, nos preguntamos, sin
atrevernos a formular la cuestión en voz alta. El rubor en sus mejillas arroja señas de que
su corazón todavía bombea sangre caliente. El corazón de su hijo, de su
amadísimo Abu, ha dejado la faena a medias y la última oleada de líquido vital
no ha conseguido llegar al rostro. La autoridad divina nos facilita las cosas,
colando por la rendija un rayo de luz blanquísima que va a dar justamente en la
cara –blanquísima- de Abu. La sutil
sugerencia que nos llega desde cielo, reafirma por fin la certeza del deceso.
Está muerto. Muerto. ¿No veis que está muerto?
Abu mira sin mirar, y
su madre cierra sus ojos para no mirarle. Puede que en los últimos años
hubieran reñido demasiado por aquella mujer que era tan distinta a las demás,
tan dueña de sí misma, tan provocadora; o por aquella manía de la guerra. ¿Qué
niño anhela ir a la guerra? ¿Qué guerra, maldita sea? ¿Qué guerra? La que le
arrebataría a su niño, la que le dejaría sin ganas de abrir los ojos, sin ganas
de mirar la infamia que está por venir, ni de recordar cuando Abu y Mohamed –puede
que así se llamara su hermano, si es que tuviese uno- jugaban al fútbol en esa
misma plaza de Latakia, la misma pavorosa plaza en la que una bala le
destrozaría el cráneo. Otra madre siria más muerta, con el alma desmembrada en
pequeñas partículas que se cuentan a golpes de dolor, muerta de la peor manera
en la que uno puede morirse: la que se experimenta en vida.
Abu yace junto a su madre, su cara sobre la de ella, en un
gesto amoroso y protector, como si procurara evitarle el terror del
padecimiento. Exánime, despojado del espíritu, parece querer consolarla.
Tranquila, ummi, que no me he ido
lejos, que estoy aquí contigo, que miro sin mirar, pero eso no quiere decir que
no te vea. Su mano, ajena a la voluntad, le sujeta el rostro. Leve caricia post
mortem. Abu ya no está. Ha abandonado este mundo, para irse a otro en el que su
madre, desde la pérdida del hijo, ya no cree. Le ha dejado su cuerpo, algo más
liviano –el alma ya no tiene cabida-, y ese tatuaje en el brazo izquierdo y esa
barba bien cuidada, y ese pelo rizo y peinado hacia atrás y esas pestañas largas
que heredó de su padre y esos lunares que formaban un triángulo en la cara. Abu
se ha ido. Se queda la madre, arrastrando el peso de su cuerpo medio vivo medio
muerto, hasta que Alá o la guerra decidan arrebatárselo, y arrastrando de por
vida –de por muerte- el peso de las más brutal de las ausencias.
2 comentarios:
Conmovedor y magistral.
Gracias, Pedro. Un abrazo muy fuerte.
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