21 de octubre de 2014

Manos

     Y por amor a la memoria
       llevo sobre mi cara la cara de mi padre”
       Yehuda Amijai
 
Y por amor a la memoria, apropiándome de palabras que, a mi pesar, no me pertenecen, llevo sobre mis manos las manos de mi madre. Mi madre está lejos. Nos separan miles de kilómetros que decidí poner entre nosotras hace casi diez años. Yo era aún una adolescente, aunque ya había cumplido veinticuatro años. No sabía la dimensión de ciertas decisiones. Me enamoré y eso fue todo. Los kilómetros vinieron después. Miles. Tomé el avión casi sin ser consciente de lo que esa distancia significaba. Los primeros meses fueron los más fáciles. La novedad de un país distinto pudo más que la nostalgia. Otras personas, trazadas con el mismo patrón de las que dejé atrás, pero al fin y al cabo, distintas. Lenguajes distintos. Expresiones que al principio me costó comprender, pero que ahora las he hecho mías. En los primeros años, la añoranza fue llevadera. Volví un par de veces, abracé a mi madre y el abrazo cubrió superficialmente el vacío que la separación había empezado a horadar. Nos volvimos a separar y vinieron los hijos. Tuve dos y todos mis espacios fueron cubiertos por esas pequeñas y también novedosas presencias. Mi tiempo, su tiempo. Mis horas, sus horas.  

El sacrificio jamás fue tan placentero, pero el trecho que me separaba de esas manos tan idénticas a las mías, se hizo aún más insondable. Ya no sólo nos separaban los kilómetros sino también las obligaciones. Yo me había convertido en una madre. Recogía el testigo de la mujer que me había dejado sus manos. Tenía veintisiete años y aunque aún no me había convertido en una adulta, seguí con mi papel, con más tropiezos que aciertos, y mis hijos crecieron y dejaron la condición de bebés. Con mi madre nos hablábamos regularmente y yo intentaba anestesiar a la memoria con esas palabras que me llegaban por cables. Durante los primeros años de mi nuevo estado, el engaño funcionó. Sentía a mi madre presente, aunque mucho la había echado de menos el día en que mi vientre había madurado al punto de dar paso a una nueva vida.  

Pero ella estaba presente. Me bastaba coger el teléfono y mirar fijamente a mis manos para sentirla cerca. Sin embargo, el resto del cuerpo la reclamaba. Ese cuerpo que era tan mío y ahora, tan poco de ella. Yo se lo había arrebatado sin comprender ni por asomo el sentido de propiedad que da la maternidad. ‘Tienes que entender que tus hijos no son tuyos’, me dijo alguna vez, intentando dar alivio a mi desasosiego, cuando yo le pedía consejo para no desesperar por una simple fiebre o una insignificante caída. ‘Los hijos son un préstamo’, me decía y me convencía de que me hablaba a mí y, yo, una mujer en los primeros entrenamientos de esta dura carrera, me lo creía.  

No lograba avistar en sus palabras que a quien en realidad estaba hablando era a sí misma. Era ella quien se decía a sí misma que yo no le pertenecía. Era el modo que tenía de embotar a los recuerdos de cuando yo era una cría y le pedía con tres años que me subiera en lo alto del piano del salón, cuando en realidad le estaba pidiendo que me bajara. Esta es una anécdota que a ella siempre le gustaba contar, para ilustrar lo complicado que me resultaba distinguir las categorías espaciales de arriba y abajo, o izquierda y derecha.  De cuando la naturaleza le tenía también engañada a ella, como me tiene ahora a mí, de que los hijos te pertenecen. Hasta que un día deciden poner un montón de kilómetros de por medio y te das cuenta de el préstamo que te ha hecho la vida era muchísimo más caro de lo que creías, que los intereses que tienes que pagar se multiplican por cada kilómetro de distancia, y que esa distancia, esa maldita distancia, es la única garantía de que tu hija es feliz.  

Nos quedan las manos. Creo que nunca hemos hablado de ello. De que nuestras manos son idénticas. Incluso la alianza de matrimonio es igual. Quizá ella no es consciente de que cuando hice las maletas aquel septiembre de hace cerca de diez años, empaqué también sus manos. Por entonces mis manos aún no habían cogido su forma definitiva. Al fin y al cabo no eran manos de madre. Eran las manos de una niña que se sentía poderosa y que encontró en el otro lado del océano, la excusa ideal para hacerle saber a todo el mundo que se había hecho mayor.

Yo era una niña y tenía las manos de esas niñas que desconocen la dureza de las tareas de casa, pues mis manos estaban acostumbradas a cosas más sencillas: el teclado de un ordenador, las cremas para la cara, los tejidos de la ropa de marca. Mis manos se fueron haciendo poco a poco, cuando descubrí que crecer era más difícil de lo que creías, que cuando decides marcharte lejos de la familia que te vio crecer, las cosas adquieren otras dimensiones, te haces rápidamente a ti misma, la mujer que habitaba en tu ser, toma las riendas con la misma diligencia de tu madre y que hasta ese momento, no le habías dado el valor que le correspondía.

Te conviertes en madre y en el momento en que acaricias la cabeza de tu hijo, miras lo evidente, que tus manos ya no son tuyas, que por amor a la memoria y en honor a la sangre que has heredado, llevas las manos de tu madre. Que quizá nunca antes fuiste consciente de este hecho porque la perspectiva era distinta, porque cuando tu madre te acariciaba, tú no estabas dentro de la piel que lo hacía. Tú sólo la sentías y en esa postura era incapaz de saber que esas manos algún día serían tuyas.

Y el dolor que sienten esas manos al conocer por primera vez que están lejos del cuerpo al que realmente pertenecen, se hace también evidente. La nostalgia exige algo más que el calmante que le proporcionan las llamadas telefónicas y se transforma en aflicción. Algo leve, al principio. Pero que con el tiempo se acrecienta, pues tus manos estrenadas para pertenecer a este cuerpo de madre nobel, adquieren un papel protagonista y son las que forjan esta nueva dimensión de tu vida.

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